Mi confesión

Tengo que admitirlo- no comprendo nada. La idea entera es puramente asquerosa; me siento como un vampiro cuando la pido. Sin embargo, es la verdad: me encanta la morcilla. Cada aspecto de esta exquisitez me fascina. Su textura es tan rica, casi cremosa como el queso. Se funde en la boca, contrastando perfectamente con el pan crujiente que la lleva. También, tiene un olor maravilloso que nunca falla en cautivarme. Es curiosamente exótico, como el perfume de una bailarina turca. Incluso su color es único; nunca he visto nada comparable. Como un agujero negro, absorbe toda la luz que la rodea. Verlo es ver el cielo de medianoche, sin estrellas, sin luna, sólo una extensión de oscuridad que sigue sin límite. El pan debajo brilla, tan blanco como la nieve, creando una yuxtaposición espléndida de contemplar. ¿Y el sabor de la morcilla? Es tan intenso, con gustos de cebolla, ajo, y algo distinto que no puedo dar con ello.
-¿Sangre, tal vez?- pregunta sarcásticamente lo profundo de mi mente.
-Pues, si eso es, cierto que me encanta la sangre- respondo con sarcasmo igual.
La verdad es que probé la morcilla antes de saber lo que era, y ahora no puedo dejar de comerla. Entonces tengo que defenderme de la parte de mi ser que lo encuentra repugnante. ¿Por qué no podría enamorarme de algo más normal? Como el flan, que a Wilza le encanta. No, es que no puedo soportar su textura gelatinosa ni su sabor fuerte a huevos. O ¿por qué no las magdalenas, que a todo el grupo le parecen deliciosas? Otra vez, tampoco me gustan. Son tan densas y secas; me saben como bolas de algodón.
No, tiene que enamorarme la comida más vil y desagradable que hay en el mundo. Pero con tal de que yo no piense demasiado en ella, está bien para mí. Vamos, si a los españoles no les importa comerla, tampoco me importa a mí. Sabes como dicen: Cuando estás en Roma...

Comentarios